Ella permanece mirando el suelo. Ríe o gime. Ocultando su tez con una larga y oscura melena.
He despertado bañada en orín, mi piel mancillada por las tormentas de un mal presagio. No sé si fue un sueño, uno de esos malos sueños. Recuerdo haber tiritado antes de nadar en la laguna de mis pensamientos. En ocasiones me sucede que olvido voluntariosa lo que me aleja de estar viva, pero se me hace urgente aterrizar en algo concreto, tengo miedo de perderme. Creo que fue el olor a humedad. No, fue la mirada huidiza de una mujer abrazando a su pequeña con actitud recia. No, tampoco es eso. La memoria me traiciona en el instante vital. Sí, es de vital importancia encontrar la clave que desvele el inverosímil estado en el que me encuentro. Los seres latentes corren el riesgo de aprisionarse en una ensoñación, de ahí a la eternidad hay sólo un paso. Es preciso recordar, despejar la niebla de esta congoja. Una bandada de golondrinas anida en mi nuez desde que experimenté el significado del rubor y es una sensación persistente. Quiero llorar, pero estoy seca. Espera, ya está. Lo puedo ver. El manto blanco apenas deja distinguir la silueta de los trenes. Los perros ladran, la gente ha perdido todo resquicio de dignidad, actúan como animales lanzando sus bramidos mientras buscan cobijo. Pero los hombres lobo asedian y los perros aúllan sin cese. No es fácil hacerse invisible entre gigantes de expresión torcida. El rebaño entra sumiso en el redil. Nadie hace nada distinto a lo que se espera de nosotros. La conformidad se asienta calmadamente y la bienvenida está planificada. El nuevo hogar se llama infierno; no será peor que respirar durante días la inmundicia del hombre, aglutinados en un vagón de mercancías. No, qué digo, es imposible que exista un paraíso tras nada que sea tan gris como ese Treb... Soy incapaz de pronunciar su nombre. Me pesan los brazos. Me pesan también los dientes. Nunca creí que diría algo así; siento que he estado besando los residuos de la humanidad y que la humanidad ha rasgado mis labios con una lija. Siento haber estado masticando tierra y vomitando heces durante días. Siento que el alma se ha fugado con mi ideal de mujer libre. Eso quiere decir que estoy atrapada. No, eso quiere decir que me han atrapado. Me separan bruscamente de Mija, el último eslabón que da sentido al todo, me abandona desnuda ante la nada. Su gesto, lo conozco bien, es el de haber soltado con demasiada prontitud mi mano endeble. Un rastro de traición se dibuja en su rostro, me busca entre la masa ingente de animas a la deriva, pero es tarde para enderezar el destino, no es lícito un tiempo de lamentos. Mija grita henchido de rabia; un animal más, con su herida mortal sangrante, llamando a la cría, a su hermanita. Cierro los ojos y me estremezco ante su languidez. Mis padres se romperían al vernos así, si la tierra no se los hubiera tragado ya. Quién sabe si esa tierra no hará lo mismo con nosotros. No llores, las lágrimas son imágenes volátiles, se evaporan con facilidad; desaparecen un día u otro mientras el dolor permanece implacable, como esa primera canción aprendida que siempre queda incrustada en algún recoveco del cerebro. Queda el confuso sonido de Mija en la lejanía. Yo no me puedo romper. Creo desvanecer, pero no hay tregua. Me arrastran a un cuarto tan frío y doliente como logro percibirlo en estos instantes. Rasgan mi escaso ropaje. Siento las manos lascivas de un extraño sobre mis pechos aún intactos, perturbados antes de hora. Nadie pidió turno. Mi carnet de baile continúa vacío, señor. Pero las manos ya estaban allí, abarcando mi torso con un vigor desconocido y pútrido. Empiezo a recordar. Una mirada glacial clavando la punta del iceberg en mis pupilas y su miembro en aquello que pensé sería mi gran descubrimiento de un futuro cercano. Babea, gime a veces, si cierro los ojos me hace pensar en un bebé enfermizo privado del maternal alimento. Pero es efímero. Continúan siendo rabia, sacudidas y mi inocencia desvestida sobre una mesa de titanio. El frío me evade. Voces, voces que celebran la mueca inevitable de la joven del Vístula y el exilio de mi voluntad. Otras manos, otros deseos sucios, otras babas. Una mirada pétrea y luego una asustada. Una expresión de no querer queriendo. Una bofetada en la mejilla más pálida y un puñetazo en la boca del estómago y mis nalgas emulando las cascadas de Kamienczyk, rojo bermellón reptando por las paredes escarpadas y coágulos en mis piernas. Ellos no tienen un motivo, mi cuerpo abierto les eleva a la enajenación. Estoy cansada de ser un juguete. Pero el juego todavía perdura. Siento palpitar los callos de mis manos, como si la tierra trabajada proclamara mi venida, mi pronto regreso al hogar, a ese pueblo que dejé atrás en el ocaso de mi dicha. Me invade una enorme tristeza, la tierra que hay bajo mis pies es tan solo una fosa común. Lo sé. No es muy común tener esta clase de sensaciones repicando en la cabeza. ¡Dios mío! siempre amé la tierra, pero no de esta manera. No así. Mis manos son más viejas que mi piel, pero menos que mi mente. Intuyo que tal vez sea ya tarde para cambiar eso de mí. Después de perder mi único secreto, bajo el peso de los que sólo querían besar mis labios, la joven es precozmente amputada de mí. Me afeitan la cabeza y rasuran mis ideas asustadas. Ahora puedo sentir el vacío. Los llantos de otras mujeres son sólo el eco de una lírica macabra, los escucho pero estoy de viaje y sólo percibo que no volveré a ser la chica desgarbada con trenzas que despertó la curiosidad de los hombres. Despiojada. Ya está. Un trámite escudando otra verdad.
Los días pasan y me transmuto imperceptiblemente, dejo de ser la niña y comienzo a ser una mujer inerte. Una caminante sin propósitos; de nada sirve ya el instinto, agazapado entre madrugadas de escarcha y noches de insomnio. Despierto por la mañana con una melodía acariciando la conciencia de otro tiempo mejor. Sonrío. Nunca había sucedido en aquel lugar y nunca más se repetiría. Resuena en mi memoria la melodía del abuelo. De niños, Mija y yo escuchábamos, imperturbables, aquella canción que hablaba de un pueblo sin tierra buscando ser libre.
Itzjak, con sus mejillas sonrojadas, por el anhelo de aquella tierra inexistente, cantaba hasta la extenuación y luego bebía su Dwójniak en vaso ancho. Bebía con deleite a pesar de las recriminaciones de la abuela. Empiezo a ver con nitidez, fue esa mañana cuando mi aliento se cortó de cuajo. Yo tarareo sin pensar la canción del abuelo, eso es. Una mala vibración me estremece de talón a nuca, un escalofrío inquisidor, una idea funesta dibujando mi cuerpo desnudo bajo tierra. Y mis callos hormigueando de nuevo. La llamada. Otra vez. Entran a buscarnos con delicadas maneras, algo inhabitual durante la estancia forzada. No aúllan, ni escupen, ni nos miran a los ojos. Confeccionan su acostumbrada comparsa de marionetas sin alma, en orden y en silencio. Caminamos con la cabeza gacha mientras miramos como las huellas de nuestros pasos casi no dicen nada, son invisibles, inexistentes. Tengo un mal pálpito, no quiero esfumarme. Nos meten en una de esas naves, protagonistas de tantas leyendas, donde uno se siente envasado al vacío, porque no queda aire que respirar, porque las personas se comprimen en una abigarrada escultura de carne, piel y hueso. Todos miramos hacia arriba, la respuesta al enigma, tantas veces nombrado, gotea todavía de las duchas mal cerradas. Pienso en la oscuridad como inquilina precedente y me invade el horror. Las puertas resuenan con el estruendo de una caja hermética. Gritan, gritan y golpean las paredes. Todos aquellos cuerpos escuálidos y aún sonrosados están fuera de sí. Yo no me muevo. Yo sólo rezo. Ellas se quiebran y yo soy testigo mudo de su dolor. Les diría que es mejor dejarse llevar, pero verlas así, batallando contra gigantes, contra hombres-lobo, me da tranquilidad. Pienso en sueños plácidos junto a una chimenea, en Itjzak y en la senda que bajaba al río. Pienso en lo que hubiera sido de mí si no hubieran truncado mis ilusiones con una visita inesperada. Pienso en Mija y en mis padres, bendecidos bajo la luz de este amor que me aprieta tanto. Creo que fue el amor universal, sí, ahora sé que fue eso lo que sentí. Me abracé desesperada a una extraña, le besé sin pudor en los labios y expresé mi alegría por haberla conocido. Ella rió y lloró a la vez. Le acaricié el pelo y brotó algo mágico entre mi pecho y su mirada trémula. Cerré los ojos. No quise ver el color de una despedida. Preferí ser una estatua muda con sueños de otra vida. Me llamo Lea Horwitz, pero prefiero que recuerden a la joven del Vístula.
Ella lamentablemente no fue profeta en su tierra, para serlo debía escapar lejos de esas mentes primitivas y retrogradas, malignas por de más. Hoy día aún debemos cruzar fronteras para hacerlo. Melvin, Me ha encantado incluso antes del post, cruzando el océano en un vuelo comercial . Formo parte orgullosamente del espacio que respiras...que vives!
ResponderEliminarTe beso con fervor!
BULULÚ: Cúantas personas habrán vivido situaciones parecidas?? Me quedo con sus pensamientos, los que lanza al aire para comprender su fatídico destino. Gracias por todos los refuerzos positivos que me das. Un besote de lo grandes.
ResponderEliminarque calladito te lo tenias...
ResponderEliminarbesos amor
XANITA: El objetivo era diferente al secreto... Aunque ya sabes que el misterio me pirra. Jejeje.
ResponderEliminarCuando a los pensamientos y sentimientos les acompañan las fotografías de la "realidad" se produce algo maravilloso. Los pensamientos solos serían como un cuadro hecho sólo de luz. La realidad, las sombras, dan vida a nuestro más profundo sentimiento. Un buen texto.
ResponderEliminarUn abrazo,
Romek
ROMEK: A mi me gusta hablar de imágenes internas, aquellas que fluyen con alta definición en los sentidos y que te empujan a buscar con exactitud lo más real y cercano a la imagen percibida. Creo que las sombras son la contrapartida a las horas de luz, existen para dar sentido a todo aquello que se acerca a la fellicidad Sino el paisaje estaría desolado, siempre. Gracias amigo por dejarte caer. Un besote.
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